Javier Aguirre, El Vasco,
tenía ya alguna experiencia en materia de engorde avícola. La parte principal
de su carrera futbolística se desarrolló en el América mexicano, una
institución muy amada por los suyos, cordialmente odiada por el resto de la
afición y muy vinculada a las bestias de pluma.
El América pertenece a la
familia Azcárraga, es decir, a Televisa, la gran corporación televisiva de
México, y su gente, futbolistas y público, recibe de los rivales el mote de
millonetas. No hace falta explicar que se trata de una cuestión de dinero. Los
Azcárraga tienen tanto que no se conforman con poseer sólo el América y son
dueños, además, del Necaxa y del San Luis.
Volviendo a la cuestión
avícola, el apodo tradicional del América era el de canarios, por la camiseta
amarilla. Pero a Emilio Azcárraga, padre del actual Emilio Azcárraga, lo del
canario le parecía flojo, demasiado pequeño, indigno de un magnate de su talla.
A principios de los 80 decidió acabar con ese apelativo y adoptar para su
principal equipo el de águilas. Es muy difícil cambiar los motes tradicionales,
pero cuando se es dueño de un imperio televisivo y de un montón de millones
nada es imposible. Lanzó una formidable campaña publicitaria y tuvo éxito.
Aunque sigan de amarillo, los americanos (los enemigos del club componen el
llamado antiamericanismo) son ahora águilas y no canarios.
El Vasco Aguirre ha hecho
con el Espanyol algo parecido a lo que hizo el difunto Azcárraga con el
América, aunque sin millones, sin publicidad y sin manipulaciones
ornitológicas. Ha convertido un pajarito en un ave de presa.
Cuando Aguirre llegó a
Cornellá, los periquitos se asomaban a Segunda y acababan de vivir una de las
asambleas societarias más penosas y grotescas que se recuerdan en un sector tan
propenso a lo penoso y lo grotesco como el de las sociedades anónimas
deportivas. Frente a la herencia de pase y control dejada por Mauricio
Pochettino, un buen técnico que en sus últimos meses de blanquiazul no veía un
pase que no fuera hacia atrás ni otro control que el de los esfínteres del
respetable, Aguirre impuso un programa de austeridad bien entendida: sufrir,
defender y limitar la inversión en balones a las auténticas oportunidades de
negocio. El plan le salió estupendamente.
Aguirre se llevó consigo a
Barcelona como segundo técnico a Alfredo Tena, una figura mítica del América.
Tena, que debutó en 1973 con 17 años, era llamado Capitán Furia. Por ser casi
desde siempre el capitán del equipo y, sobre todo, por el carácter. Quienes le
vieron jugar cuentan que fue uno de esos centrales con los que, puestos a
elegir, uno prefiere encontrarse en la cancha antes que en la calle: al menos
en el estadio hay testigos y servicios médicos. Algo habrá ayudado también el
Capitán Furia a la transformación espiritual del vestuario espanyolista.
Al margen de la mejoría
anímica, del cambio de esquemas, de la apuesta por Kiko Casilla (uno de los
porteros españoles que mejor sale por alto) en detrimento de Cristian Álvarez,
y de la sabia dosificación de viejos zorros como Capdevila y Simao, el éxito de
Aguirre en su retorno a la Liga tiene una explicación fundamental, de nombre
Sergio, de apellido García y de mote Falete.
Mientras Sergio García
permaneció lesionado, Joan Verdú fue como un Rajoy sin plasma: un espectro mudo
e invisible. La recuperación del delantero, que coincidió con la llegada de
Aguirre, dio sentido al juego de Verdú. El gran pasador, experto en hurgar el
trasero de las defensas contrarias, encontró por fin un socio al otro lado de
la línea. A partir de esa conexión, la maquinaria empezó a funcionar de nuevo.
Nunca podrá saberse con
certeza, pero quizá el Espanyol habría resucitado de todas formas. Tiene ya una
larga tradición de todo y nada: todo en una vuelta, nada en la otra. Algunas
temporadas se sale en la primera vuelta y se desploma en la segunda, y en
otras, como la actual, hace lo contrario. Las razones son misteriosas. Para los
seguidores de la causa periquita (entre los que se cuenta este cronista),
resulta menos angustiosa la fórmula nada-todo que la fórmula todo-nada. Cuando
la vuelta buena es la segunda, apenas hay transición entre el alivio de la enésima
permanencia milagrosa y una fugaz mirada hacia Europa que, en el caso
blanquiazul, suele quedarse en mirada. Si, como es costumbre, lo de Europa
queda en nada, mejor una decepción breve. Y si no hay decepción, sino lo
contrario, la cosa adquiere el brillo de las mejores sorpresas.